10.4.05

Sequía en la ausencia

La sequía arrasó con todo en la ciudad. El mar calló su estruendo de repente, ahogando un grito de terror. Nada tenía brillo. Ni el aire, ni la sangre, ni sus ojos. Todo parecía avanzar lento, con miedo, sin rumbo más que dormir eternamente. Nadie hacía nada más que mirar, sin mirar nada. La calma era agobiante, y el agobio tranquilidad. El pánico era poco para describir sus sueños. Y un terremoto tenía miedo de nacer, por temor a la represalia. Juraban soltarlo todo a los pies del árbol, al caer el ocaso. Pero las promesas se esfumaban en el aire oxidado, corroído por el silencio. La decisión jugaba a la escondida, para no escuchar blasfemias de su conciencia. Los hombres, escondidos, latían sólo por costumbre. Y una mujer… bailaba desnuda en medio de la plaza. Sin música, sin público, sin ganas de bailar. Pero ella bailaba. Su boca estaba cosida, con hilos de arena, con cuerdas de llanto. Pero de vez en cuando, cantaba. La niebla brotaba del suelo, esparciéndose como el desaliento. Los viajeros no existían en este tiempo, y la suerte invernaba en el fuego de los campos, incendiados de dolor. El cielo retenía su llanto. Una lágrima más era demasiado en este mundo. Prefería morderse los labios, aguantando el sufrimiento. El umbral de la tempestad estaba malgastado, con restos de barro seco, con hojas muertas, con viento quieto. La mujer de la plaza dejó de bailar, de golpe, y empezó a gritar, aprendiendo enseguida a dominar el sueño, y a no despertar jamás.