24.3.05

El sueño aturdido por la calma

Cuando despertó esa mañana todo era calma, afuera llovían charcos, adentro arropaba el calor de un recuerdo, de algo que había soñado, quizás, o de algo que ya olvidó. Porque todo en esos días era frío como el hielo mas allá de sus pestañas, y mas acá, una simple sensación de vacío. Todo dormía a su lado. La ropa prolijamente desordenada en el suelo, su sensibilidad al tacto, el libro que todavía no leyó, el aire… todo. Y él despertando entumecido de entresueños, sin ganas de levantarse, sin ganas de nada. Y el silencio de la luz no lo ayudaba, ella ahí tan callada, como el viento recostado entre los árboles, allá fuera, y él sin fuerzas para abrir palabra.
El rumor de una tormenta que reía en la distancia, cambió todo el negro que alumbraba su ceguera. Un relámpago que andaba de paso asomó por las persianas, y sintió miedo, y apretó fuerte los ojos, y cerró las manos en la almohada. Y es que cada resplandor venía en compañía de una imagen, nítida como la espuma en su boca cuando dormía, como la firmeza de su cuerpo entre sus dedos, como un suspiro que se escapa sin querer en plena noche, a sus espaldas. Tuvo la impresión de estar extinto en esa vida, cada vez mas pasajera. Y la luz se repetía cada vez más inoportuna, y entrelazaba pesadillas con el susurro de los durmientes, cansados del paso del tiempo, de seguir allí sólo por costumbre. Y cabeceó una duda, repetida en sus antojos cotidianos, sin explicación alguna más que el segundero de su pecho, o el latido del reloj. De a poco fue cayéndole en el alma el sueño, y regresó a su muerte diaria, y recobró el soñar. Otra vez yace tendido entre las hojas, hasta que el sol lo obligue a ver su cara, o que la luna le bese suavemente la frente, con ternura, y le baje del brazo una paloma, que se encarne en sus manos, y le enseñe a volar.